martes, 19 de febrero de 2008

Rocío




Era una tarde fría, fría y helada como sus ojos de hielo verdes. Esperaba nervioso, mientras el humo de su cigarro se escapaba con el viento y junto al vapor de su respiración se fundían en el aire invernal.
“¿Dónde estás?” Su interior aullaba, pero sus labios rotos permanecían cerrados casi hasta chirriar sus dientes. Llegó la noche, más fría aún, ella no aparecía y él moría un poco más.


Tras el duodécimo crepitar de las campanas, sintió su presencia casi divina, la bruma la atrajo hasta aquella calle pedregosa, al final de la cual todo era oscuridad que parecía nacer del bosque más allá. Dos árboles negros marcaron su entrada y ella, envuelta en niebla y sombras empezó a caminar.


Una atmósfera evanescente dibujada por la bruma nocturna y la niebla invernal, en mitad de un espacio casi lúgubre ella coronaba el paisaje. Era negra, luego gris hasta que fue blanca.
Sólo el pum pum, pum pum de su latir interior y el ruido de aquellos tacones sobre la piedra helada, no oía nada más, pues todos sus sentidos estaban dirigidos a admirar aquel rostro de belleza frágil. Se acercaba y él intentó adivinar qué decía su expresión, pero la esperanza y el miedo le confundían.


Sus pasos eran firmes hasta que a un metro de distancia de él ella paró en seco. Permaneció quieto, sin respirar, o eso le parecía a él, y cuando ella empezó a hablar sus labios se abrieron como un reflejo timidamente, como si pidieran agua de su boca.


“No vuelvas a buscarme. Despreciame si lo deseas o ámame desdichado… Hace tiempo que dejaste de ser alguien para mí”. Después de hablar siguió herguida mirándole, su rostro temblaba y sus ojos gritaban, aunque él no lo entendiese no veía en ellos nada parecido al amor. Dónde estaba lo que ella tenía para él? En su interior su alma gritaba: “Te quiero!”. Pero las palabras caían en el vacío de aquella mirada que le oprimía.

Entonces, justo entonces y de repente, se dio cuénta y su sangre se paró; esta no era una de esas idílicas historias en las que ella le rechaza mientras en su interior explota el amor a borbotones. No había princesas ni flores ni perdices.


Su voz intentó alzarse (aunque nada había que decir), sólo un inaudible gemido. El frío exterior dejó de darle punzadas porque ahora era su mirada la que le castigaba.


Ella dio media vuelta sin vacilar si quiera y marchó sin mirar atrás. Desapareció como vino, entre la niebla nocturna, para siempre. Él y su quietud siguieron mirando el bosque oscuro durante minutos que no existían, deseando sin hablar volver a vislumbrar su silueta. “Vuelve…” Pero en su fuero interno él sabía con la mayor certeza que no iba a volver. Se había marchado, mas le había pedido que él también lo hiciera, y para siempre. De repente como un impulso su sangre volvío a circular, pudo mojarse los labios, las ideas llegaron a su mente y la evidencia rotunda acabó con la cálida esperanza. Sus ojos tenían lágrimas que no brotaban, no tenían para quién.

Sin vacilar más de dos veces, y sin pensar, se dio media vuelta y cogiendo aire se fue. Podría haberla seguido, pero no encontraba una razón para no acatar su voluntad. Justo antes de emprender la marcha que le alejara de ella, una rosa resbaló de su mano, y cabizbajo desapareció hacia el horizonte.


Una rosa roja perfumada calló en silencio y así yació inmóvil en la desgastada roca. Como testigo marcando la encrucijada de los dos caminos que separándose emprendieron.

Con las primeras luces del alba la rosa comenzó a llorar por no haber podido cumplir su cometido, la flor del amor, sus pétalos se llenaron de lágrimas por Rocío, la que no amo, Rocío, la que marchó en aquella noche cerrada… Lágrimas que bautizaron su nombre, el nombre que bautizó aquellas lágrimas de rosa...

1 comentario:

Anónimo dijo...

A veces es tan difícil pero necesario decir adiós....La voz se te quiebra, intentas atesorar los últimos momentos, abrazarle para siempre, pero no puedes, debes decirle adiós, ese maldito adiós que te deja sola y azul...